El pasado lunes, cuando estaba cerrando la ventana de mi habitación, a través del cristal, vi algo raro en el Parque Alonso Sánchez. Supuse que habían abandonado algún objeto voluminoso, porque vislumbraba algo muy colorido en tonos blancos y rosa pastel. A punto estuve de volver a mis quehaceres, porque tenía prisa… Pero observé aquello con detenimiento, abriendo de nuevo la ventana. Sin duda alguna, era una persona acostada sobre la tierra, ¡a la hora del almuerzo! Pensé que era un borracho durmiendo la mona, porque los vecinos ya hemos visto a demasiados de ellos descansando sus penas por este parque. Solo tardé unos segundos en desenfundar mis prismáticos para cerciorarme de que estaba durmiendo y no desmayado o algo parecido. Pero, en cuanto le enfoqué, pude ver el rostro tranquilo y sosegado de un hombre a quien le salía sangre por el oído, con un inquietante cerco de tierra ensangrentada alrededor de su cabeza. Al instante, nada contrariado, llamé a la Policía Nacional, avisándoles de lo que estaba viendo. Y al colgar, tras esperar tres o cuatro minutos eternos, queriendo ser insistente, telefoneé también al 112. Mientras aquel individuo seguía tirado en la distancia, lo observé con la impotencia de no poder socorrerlo en ese mismo instante, porque hubiese tardado demasiado en bajar y salir del edificio, en recorrer cientos de metros de calle y en acceder hacia la zona del parque que tan fácilmente observaba con los prismáticos. No sé cuánto tiempo llevaba así esa persona, pero sentí vergüenza ajena por el hecho de que nadie más de los bloques de las viviendas colindantes se hubiese dado cuenta del incidente. Y antes de que yo pudiera haber llegado al lugar, ya estaban dos policías nacionales tomándole el pulso al individuo.
Observando el despliegue policial, judicial y médico en la zona, me percaté de que había una rama grande debajo del hombre inmóvil. Entonces comprendí que había caído desde lo más alto del parque, y que en su caída partió un árbol en dos. Desconozco con certeza si fue un accidente, un suicidio o un asesinato; este es el trabajo de los peritos judiciales, de la jueza, de la Policía Científica y de los demás profesionales que estuvieron junto al cuerpo ya cadáver.
Todo indica que este asunto se trató como un suicidio. La prensa no ha comunicado lo que ocurrió en el parque ni se ha llamado a la colaboración ciudadana para esclarecer los hechos. Los suicidios casi nunca trascienden a las noticias: sea tabú o rancio catolicismo, nos incomoda el tema del suicidio, nos asusta esa libertad que las personas tienen para decidir o forzar su propia muerte.
Las autoridades que han gestionado esta muerte violenta en el Parque Alonso Sánchez, en apenas dos horas, tampoco publicitarán esta tragedia, porque no conviene anunciar que dicho parque es una plataforma efectiva para potenciales suicidas: alturas de vértigo, rincones solitarios, entorno vecinal discreto y el horizonte inmenso que engloba toda la realidad del mundo que el suicida quiere abandonar (calles, vehículos, viandantes, fábricas, bancos, tiendas exclusivas, bares, ríos, pueblos, carreteras, arboledas, aviones… y todo el cielo abierto). Sin embargo, el asunto en sí es muy grave: la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha confirmado que se suicida una persona cada 40 segundos, siendo la primera causa de muerte violenta en España y el resto del mundo.
Antes de intuir que aquella persona se suicidó en el parque, observándolo con los prismáticos mientras esperaba la llegada de la Policía Nacional, me llamó la atención su rostro sereno. Por eso parecía que dormitaba. Incluso su mano derecha, casi con delicadeza, sujetaba su cabeza apoyada sobre la tierra ensangrentada. Y allí estaba él, en la soledad del parque, sin las flores de primavera, pero rodeado de las hojas secas que ya anuncian el otoño. Yo fui la primera persona en descubrir el resultado de una muerte así de violenta. Pero no me ofendió el hecho de que el lugar de su muerte coincidiera bajo mi ventana, en ese espacio público que también perteneció al difunto. Sí me apenó cómo había, supuestamente, decidido acabar sus días en este mundo. E insisto en lo que vi: un hombre bien arreglado, afeitado, peinado y con unos llamativos pantalones blancos muy limpios; el gesto tranquilo del rostro de quien ya estaba muerto, el gesto de alguien que se quedó por fin descansando.
Las facciones de aquella persona fallecida no reflejaban los espantos y los horrores que debió de sufrir en vida, presuponiendo traumas, desórdenes psiquiátricos, falta de afectos, graves problemas económicos, exclusión social o demás circunstancias vitales que derivan en un suicidio. Él yació acurrucado entre las hojas secas del parque, anunciándonos una extraña tranquilidad que ya no era de este mundo.
Yo había escrito otros comentarios en La Huelva Cateta sobre las palmeras que incendiaron precisamente a muy pocos metros de esta tragedia. Así que no puedo evitar avergonzarme por mis simplonas quejas de antaño: ahora siento que la quema de esas puñeteras palmeras me importan un carajo frente a la gravedad y trascendencia de la pérdida de una vida humana. En frío, sé que son compatibles todas las quejas para mejorar nuestra ciudad. Pero, siendo tan reciente la muerte de esta persona, necesito reivindicar el valor de la condición humana por encima de cualquier asunto reparable, remediable, subsanable… Porque no hay nada más superfluo que los asuntos cotidianos que no sienten, que no sufren, que no aman, que no viven… Y por esto es un misterio la decisión de quienes deciden morir a destiempo. Ahora contemplo el Parque Alonso Sánchez con otros ojos más completos, porque no cesa de descubrirme la gente y su mundo: policías, yonquis, médicos, borrachos, paseantes, amantes, deportistas, jardineros, fotógrafos… y suicidas.
Pierre Marie.