El presente artículo nació como un comentario, tanto por su inmediatez y actualidad como por su relación con otros ya posteados, pero la diversidad de su contenido, cuya temática competía al menos a tres publicaciones recientes, junto a la acostumbrada extensión de mis opiniones (que en este caso está más que justificada) hizo que me decidiera finalmente a presentarlo como una colaboración.
La primera parte, la leyenda, pasó por mi cabeza al leer la refrescante propuesta de Northman, tan apropiada para estas estivales fechas donde la lectura acompaña siempre al sol y el rumor de las olas. No obstante, mi circunstancial y reciente relación con su ciudad, además de dificultar el conocimiento de su folklore popular podría conllevar el riesgo, al participar de ella, de parecer presuntuoso. Esto hizo que desestimara, en principio, la primera idea.
Sin embargo, una consecución de acontecimientos hizo que una incipiente réplica empezara a gestarse, haciéndome recordar, a su vez, el olvidado y descartado amago de comentario y llevándome, igualmente, a otro aparentemente inédito…En definitiva, que se trata de casi un “tres en uno”, como aquel legendario producto que, tal que ese ingenioso y escocido anuncio de “minute maid” nos recuerda, los que nos acercamos a la cuarentena rememoramos perfectamente.
Pero como no hay mejor explicación que los hechos intentaré poner luz en las tinieblas de mi dialéctica:
Todo empezó hace unos días, mientras desayunaba en un bar, bajo mi casa, en la Costa del Sol. Al hojear el periódico la noticia más hiriente, a pesar de no ser la principal, era la violación de una chica de 13 años por una pandilla de menores en Huelva, tan solo dos o tres días antes del mismo caso (con una chica de 12) en Córdoba.
El suceso, como ya saben todos ustedes, ocurrió en una playa de Isla Cristina (aunque en mi periódico constaba Punta Umbría), y sólo unas horas más tarde ya estaba en todas las televisiones y telediarios de la jornada. No es para menos, pues además de la abominación en sí, el poco espacio temporal entre un caso y otro, ambos en Andalucía, es más que preocupante, saltando todas las alarmas en cuanto al proteccionismo del menor, su impunidad, falta total de moral y ética, y desprecio a los principios básicos del derecho humano.
Inmediatamente recordé el artículo de los “burracos/canis/desaprensivos/delincuentes” e infinitas calificaciones más… ¿Que por qué ese “revival” si, aparentemente, esto no tiene nada que ver…? pues será porque sí que tiene que ver. Y aquí está la realidad social.
Obviando las opiniones de aquellos que se “ofenden” cuando se generaliza, que se “indignan” cuando coloquialmente se utiliza un término connotativamente negativo con el solo objeto de denominar una actitud vasta en su ominosidad, que quieren “situar” cada impersonal calificación en un sitio determinado y diferenciarlo de otro haciendo juegos malabares de patética y dudosa etimología…A pesar de quienes reivindican los sentimientos de todos los seres humanos, aunque muchos de estos sentimientos sean contrarios al término humano, de quienes piensan que los hay peores y hablan de corrupción o especulación…(que trillado y absurdo es esa reflexión cuando para todos lo primero es lo inminente y físico, es decir, el que te pone la navaja en el cuello…) y, en definitiva, de los que insisten, con su estrechez de miras, en particularizar sin darse cuenta de que cuando se generaliza se habla de una actitud que se puede concretar en tantísima gente.
A pesar, como digo, de que hay sujetos (a los que yo llamo canis o burracos porque me da la gana y porque fonéticamente me parece apropiado, pero que usted puede llamar hijos de puta, asesinos, chorizacos, desalmados o parásitos inmundos) que si bien se limitan a hacer el mundo más feo y desagradable con su actitud menuda, sin apalear, violar o asesinar, también es cierto que los que sí lo hacen (que según parece no son tan pocos como debieran) comparten, además, la misma actitud y forma de vida que los primeros.
A pesar de todo eso, vengo a corroborar lo ya escrito anteriormente, ahorrándoles el volver a redundar en las mismas reflexiones, aunque mi cinismo no me impida reconocer que ya lo he hecho.
No obstante, no es éste el único motivo de mi actual artículo sino su principio.
Cuando llegué a casa, varios programas de televisión hablaban y debatían sobre este preocupante y excesivamente frecuente comportamiento de muchos menores, hablando de algunos casos recientes cuando, de repente, uno de esos casos cobró especial protagonismo. Y aquí el personaje.
No estoy seguro de si se comentó o escribió algo al respecto en este Blog, pues creo que yo aún no lo frecuentaba, pero si no es así debería haberse hecho.
Entre aquellos sujetos que anteriormente he criticado incluyo cualquier condición y clase social, pero no incluyo aquellos que, por circunstancias diversas, han dado con sus huesos en la calle y sólo tratan de sobrevivir sin hacer daño a nadie ni a nada, respetando todo lo que pueden o saben o, en algunos casos, incluso dando momentáneamente (en su drama) un toque positivo a nuestras conciencias y espíritus. Es verdad que a veces “hacen feo”, nos recuerdan nuestras propias miserias o incluso nos asustan, pero por su propia y noble idiosincrasia acaba formando parte de nuestras vidas, y nunca negativamente.
Me refiero concretamente al “hombre de las flores”.
Como todos los que viven en el centro de Huelva o pasean por él saben, esta persona se situaba casi siempre en una puerta de la calle Concepción, donde exponía con delicadeza sus flores, unos increíbles ramilletes de rosas rojas que, sin más presentación ni anuncio, ofrecía tácitamente a aquel que quisiera darle algo a cambio.
La primera vez que lo vi iba acompañado de mi mujer. Fue ella quien me advirtió, con toda sinceridad, de la exquisitez y sencilla belleza de esos ramilletes que, ciertamente, llamaban la atención por la finura y sutileza en su elaboración. Como si aquel hombre hubiera hecho aquella actividad toda la vida y sólo sus maltratadas manos pudieran soportar el frágil encanto de esas incipientes rosas rojas, como la sangre, que apenas habían dejado de ser capullos.
Recuerdo que pensé de dónde sacaría esas increíbles flores y cómo sería posible llegar a tal perfección sin una extremada sensibilidad y cariño por la vida. Tal fue su impacto que aquella imagen nos acompañó durante bastantes metros y minutos.
No me llevé ninguna rosa, no llevaba dinero encima. No sabía entonces que nunca más tendría oportunidad de hacerlo…
Pedro Martínez (así leí, poco tiempo después, que se llamaba) no daba la imagen de un clásico indigente, y no sólo por sus flores aunque ello, por sí, hubiera bastado.
Aquel hombre desprendía una cierta dignidad, una tristeza casi “aristocrática” a la par que una evocación tan nostálgica como un poema de Salinas. Su rostro era el paradigma de la melancolía, siempre callado, con una elegante seriedad que lejos de ser hosco le daba un aire taciturno y romántico. Sus ojos claros y vidriados, (probablemente por el alcohol) encerraban quién sabe cuántos recuerdos. Su cuerpo, delgado y grácil, denotaba tranquilidad, paciencia y una relativa paz.
Toda idealización parte de sensaciones reales. Apenas coincidí con Pedro un par de veces, pero esa es la sensación que tuve entonces y el recuerdo que tengo ahora.
No me acuerdo qué día fue, sí que era fiesta, un domingo quizás, cuando vimos, Cristina y yo, una especie de capilla improvisada en una puerta de la calle Concepción.
No había vuelto a pensar en el hombre de las flores, ni siquiera nos percatamos que esa era su puerta. Decenas de velas encendidas, flores (entre ellas rosas rojas que apenas habían dejado de ser capullos), fotos y recortes de periódicos ocupaban todo el espacio que su menudo cuerpo no llegaba nunca a abarcar.
Ambos enmudecimos cuando leímos, en aquel recorte a modo de esquela, que habían hallado muerto al hombre de las flores. Ambos nos sobrecogimos cuando leímos que lo habían matado. Más tarde leí que había sido un menor, le había aplastado la cabeza con un tubo, o una viga, de una obra cercana al lugar donde dormía.
Pedro tenía familia que al parecer no le desatendía. Su hija contaba ayer en la televisión, en el programa anteriormente mencionado, que un día desapareció y hacía años que le buscaban. Nunca se imaginaron dónde estaba ni, mucho menos, ese final.
No obstante, aquel día en la calle Concepción, en la capilla improvisada llena de velas, flores, fotos y recortes de periódicos, incluso cartas anónimas y algún poema, la familia doliente del hombre de las flores fuimos todos los que, casi a diario, le veíamos sentado allí, haciendo su trabajo como nadie podría hacerlo. Elegante en sus posibilidades, digno en su porte.
Ninguna flor desapareció de aquella puerta durante varios días…Se ve que la gente, los de bien, tenían la misma impresión que tuvimos nosotros.
Este pequeño homenaje da lugar a la tercera historia, la leyenda. Y digo que fue una concatenación de cosas porque, cuando leí el artículo de las leyendas, me acordé de una que había leído en algún sitio. Buscándola de nuevo, no me sorprendió que fuera en un artículo de Salvador Campos Jara, ya que por aquel entonces yo estaba escribiendo el “Indio de Palos”.
Quizás algunos de ustedes la conozcan, se trata de la “Señora del Sobre”, también conocida como la “Señora de Negro”.
Parece ser que, desde hace bastantes años (incluso décadas), corre el rumor entre los pobres, mendigos e indigentes de Huelva que una señora, que nadie conoce y apenas han visto, deja ocasionalmente generosos donativos que, en muchos casos, han sacado de las calles a más de uno.
Esta filántropa y caritativa señora parece ser una beata enlutada que, esporádicamente, elige algún pobre a quien ayudar de forma altruista y totalmente de incógnito. Su “modus operandi”, según la leyenda, es el discreto depósito de un sobre, normalmente sin apercibimiento del agraciado, en el cajón, caja o recipiente de las limosnas, de manera que éste se desliza sin ser visto con el resto de las monedas, o cuando el aludido no está pendiente, y en cuyo interior suele haber una pequeña fortuna. Cuando el mendigo se percata, la Señora ha desaparecido y el objeto de sus sueños, en efectivo contante y sonante, esta delante de sus ojos.
Esta “leyenda”, con visos de realidad, ha traspasado fronteras y ha convertido el centro de Huelva en la “meca” de algunos indigentes, incluso extranjeros, que vienen a probar suerte. Nadie sabe, sin embargo, el criterio de la generosa Dama, pero los mendigos, entre sus cábalas, barajan la posibilidad del aseo, el vestir decentemente y la aparente honradez, por lo que muchos se afanan en parecer y/o aparecer limpios, ocupados y exentos de toda embriaguez, alejándose del alcohol y las drogas, al menos durante su jornada “laboral”.
Bonita y ejemplarizante historia. Pero, ¿Qué tiene que ver con lo anteriormente descrito?, ¿cuál es la razón, aparentemente inconexa de esta leyenda que no tenía por qué haber pasado de un comentario en su lugar pertinente…?
La respuesta es tan simple como asombrosa.
Ya he comentado que el trágico y aborrecible suceso de Isla Cristina, totalmente de actualidad, y sus consecuencias han despertado todo tipo de críticas hacia la ley del menor. El caso de Pedro Martínez, “el hombre de las flores” es otro más de la larga lista de víctimas de este terrorífico despropósito que parece sacado de una película de Chicho Ibáñez Serrador. Su hija y nietas han tenido que sufrir, como otros, este mal entendido proteccionismo, así como la indiferencia y desfachatez del asesino de su padre en el pertinente juicio cuya condena, por lo ya citado, ha sido ridícula.
Pero la encadenación de los hechos llegó a mi mente tras escuchar el rasgado testimonio de esta mujer, su hija. En este caso, el móvil principal del asesinato fue el robo.
Pedro Martínez, la noche de su muerte estaba contento como raras veces. Su sueño se iba a hacer realidad: marcharse a la sierra y rodearse de la naturaleza, olvidar las duras calles de la ciudad.
Probablemente por este motivo invitó y repartió mucho dinero entre sus afines…Había recibido un generoso y desconocido donativo…, nada menos que… 3000 euros…
Pero la avaricia y execrable inhumanidad de un individuo que apenas contaba los 17 años, un “crío” con más de veinte causas pendientes y que en ese momento se encontraba fugado de un centro de menores, hizo que le siguiera y le golpeara repetidas veces hasta matarlo en el mismo lugar donde dormía, la plaza de la Soledad, frustrando así todos los planes y esperanzas de un pobre desgraciado al que por fin la suerte parecía haberle sonreído.
Esto lo escuche ayer, martes 20 de julio, por la mañana. Su hija, en un programa de televisión lo mencionó de pasada mientras, con natural indignación, pedía cuentas a la Junta de Andalucía…
Saquen sus propias conclusiones, pero a mi parecer, la “Señora del Sobre” tendrá más motivos que nunca para ser la “Señora de Negro” y llorar, sin duda, un nuevo luto tras la desaparición del Hombre de las Flores.
E. Carrillo.